lunes, 2 de agosto de 2010

La otra Mitad del Sol

Esta entrada pertenece a algunas reflexiones escritas hace muchos años por este servidor. A continuación expongo dichos apuntes basados en lecturas, reflexiones y pensamientos relacionados con lo más importante que tenemos que lograr antes del gran cambio. Ésto es el único "pasaporte" para la vida eterna, y debemos aplicarnos en éste desarrollo interior.  

En el corazón de todos los seres humanos, sin distinción de raza o posición social, hay un indecible anhelo de algo que muchos no poseen y no han descubierto. Este anhelo es implantado en la misma constitución del hombre por Alguien que está por encima del tiempo y del espacio. El hombre no se siente satisfecho con su presente condición, sea buena o mala. Aquel Ser desea que el ser humano busque lo mejor, y lo halle en el bien eterno de su alma.

  En vano procuran los hombres satisfacer este deseo con los placeres o las riquezas, la comodidad, la fama, o el poder. Los que tratan de hacerlo, descubren que estas cosas hartan los sentidos, pero dejan el interior tan vacío y desconforme como antes. Por otro lado, millones son los humanos que han intentado llenar su interior con formas de religión tan arcaicas como primitivas, que solo se enfocan en la forma de las cosas, como rituales y formas de adoración vanas, pero que olvidan el fondo, que es lo primordial.  

Hace dos mil años se trató en una entrevista privada ésta cuestión. Un hombre llamado Nicodemo, había sido conmovido por las enseñanzas de Jesús. Su corazón había vibrado y captado algo mientras escuchaba a Jesús. Observaba como las multitudes seguían a Cristo por los campos abiertos, y veía como Jesús les revelaba las bellezas del mundo natural. Prestaba atención a como Jesús trataba de abrir los ojos de las muchedumbres, para que estas comprendiesen y pudiesen ver cómo la mano de Dios sostiene el mundo. A fin de que expresasen aprecio por la bondad y la benevolencia de Dios, llamaba la atención de sus oyentes al rocío que caía suavemente, a las lluvias apacibles y al resplandeciente sol, otorgados a los buenos tanto como a los malos. Deseaba que los hombres comprendiesen mejor la consideración que Dios concede a los instrumentos humanos que creó. Aquel que había colgado las galaxias y sembrado de belleza la verde alfombra, era el que trataba despertar esa verdad, inmensa y a la vez simple, y que permanece dormida dentro de todos los corazones. Solo los que la captan a la luz del evangelio son los que la despiertan y abren los ojos interiores. Nicodemo, aunque rico, sabio y honrado, con una posición dentro del Sanedrín, se había sentido extrañamente atraído por el humilde  Nazareno. Las lecciones que había escuchado de Jesús le habían calado hondamente, y quería aprender más de estas verdades maravillosas.  

Desde que oyera a Jesús, Nicodemo había estudiado ansiosamente las profecías relativas al Mesías, y cuanto más las escudriñaba, tanto más profunda se volvía su convicción de que Jesús era el que había de venir. Juntamente con muchos otros hijos de Israel, había sentido honda angustia por la profanación del Templo. Había presenciado la escena cuando Jesús echó a los compradores y vendedores; contempló la admirable manifestación del poder divino; vio a Jesús recibir a los pobres y sanar a los enfermos; vio las miradas de gozo de éstos y oyó sus palabras de alabanza; y no podía dudar de que Jesús de Nazaret era el enviado de Dios.  

Deseaba ardientemente entrevistarse con Jesús, pero no osaba buscarle abiertamente. Sería demasiado humillante para un fariseo y gobernante de los judíos declararse simpatizante de un maestro tan poco apreciado. Si su visita llegase al conocimiento del Sanedrín, le atraería su desprecio y denuncias. Resolvió, pues, verle en secreto, con la excusa de que si él fuese abiertamente, otros seguirían su ejemplo. Haciendo una investigación especial, llegó a saber dónde tenía el Maestro un lugar de retiro en el monte de los olivos; aguardó hasta que la ciudad quedase envuelta por el sueño, y entonces salió en busca de Jesús.  

En presencia de Cristo, Nicodemo sintió una extraña timidez, la que trató de ocultar bajo un aire de serenidad y dignidad. "Rabí -dijo,-sabemos que tu como maestro has venido de Dios; porque nadie puede ejecutar estas señales que tú haces a menos que Dios esté con él". Hablando de los raros dones de Cristo como maestro, y también de su maravilloso poder de realizar milagros, esperaba preparar el terreno para su entrevista. Sus palabras estaban destinadas a expresar e infundir confianza; pero en realidad expresaban incredulidad. No reconocía a Jesús como el Hijo de Dios, sino solamente como un maestro enviado de Dios que podía ser el Mesías que la nación esperaba. Hay que recordar que el Mesías, para el grueso del pueblo, no estaba relacionado necesariamente con la idea del Hijo de Dios, sin más bien con un Mesías político-libertador. Sin embargo, el corazón de Nicodemo intuía algo mucho más especial con respecto a Jesús, pero su mente se hallaba confusa.  

En vez de reconocer este saludo. Jesús fijó los ojos en el que le hablaba como si leyese en su alma. En su inmensa sabiduría, vió delante de sí a uno que buscaba la verdad. Conoció el objeto de esta visita, y con el deseo de profundizar la convicción que ya había penetrado en la mente del que le escuchaba, fue directamente al tema que le preocupaba, diciendo solemne aunque bondadosamente: "En verdad te digo: A menos que uno nazca de nuevo, no puede ver el reino de Dios".  

Nicodemo había venido a Jesús pensando entrar en discusión con él, pero Jesús descubrió los principios fundamentales de la verdad. Dijo a Nicodemo: No necesitas conocimiento teórico tanto como regeneración espiritual. No necesitas que se satisfaga tu curiosidad, sino tener un corazón nuevo. Debes recibir una vida nueva desde lo alto, antes de poder apreciar las cosas celestiales. Hasta que se realice este cambio, haciendo nuevas todas las cosas de tu ser interior, no producirá ningún bien salvador para tí el discutir conmigo mi autoridad o mi misión.  

La figura del nuevo nacimiento que Jesús había empleado no era del todo desconocida para Nicodemo. Los conversos del paganismo a la fe de Israel eran a menudo comparados a niños recién nacidos. Por tanto, debió percibir que las palabras de Cristo no habían de ser tomas en sentido literal. Pero por virtud de su nacimiento como israelita, se consideraba seguro de tener un lugar en el reino de Dios. Le parecía que no necesitaba cambio alguno. Por esto le sorprendieron las palabras del Maestro. Le irritaba su íntima aplicación a sí mismo. El orgullo del fariseo contendía en su interior contra el sincero deseo del que buscaba la verdad. Se admiraba de que Cristo le hablase así, sin tener en cuenta su posición de príncipe-fariseo de Israel.  

La sorpresa le hizo perder el dominio propio, y contestó a Jesús en palabras llenas de ironía: "¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo?". Como muchos otros, al ver su conciencia confrontada por una verdad aguda, demostró que el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios. No hay nada en él que responda a las cosas espirituales; porque las cosas espirituales se disciernen espiritualmente.  

Pero el Maestro no contestó a su argumento con otro. Levantando la mano con solemne y tranquila dignidad, hizo penetrar la verdad con aun mayor seguridad: "En verdad te digo: A menos que uno nazca del agua y del espíritu, no puede entrar en el reino de Dios". Nicodemo sabía que Cristo se refería aquí en primera instancia al agua del bautismo y a la renovación del corazón por el Espíritu de Jehová. Ahora estaba convencido de que se hallaba en presencia de Aquel cuya venida había sido predicha por Juan el Bautista.  

Jesús continuó diciendo: "Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles a causa de que te dije: Ustedes tienen que nacer otra vez". Por naturaleza, el corazón tiende a lo malo, y "¿quién puede producir alguien limpio de alguien inmundo? Nadie". Ningún invento humano puede hallar un remedio para el alma pecaminosa. "La intención de la carne es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede". "Del corazón salen los malos pensamientos, asesinatos, hurtos, adulterios, fornicaciones, falsos testimonios, blasfemias." La fuente del corazón debe ser purificada antes que los raudales puedan ser puros. El que está tratando de alcanzar la salvación por sus propias obras y solo ha conseguido una corrección exterior de la conducta, sin transformar su corazón, está intentando lo imposible. No hay seguridad para el que tenga sólo una religión legal, sólo una forma de piedad. La vida del cristiano no es una modificación o mejora de la antigua, sino una transformación de la naturaleza. Se produce una muerte al yo y al pecado, y una vida enteramente nueva. Este cambio puede ser efectuado únicamente por la obra eficaz del Espíritu Santo.  

Nicodemo estaba todavía perplejo, y Jesús empleó el viento para ilustrar lo que quería decir: "El viento sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adonde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu". Sin importar la esperanza de la persona, éstas palabras aplican en este aspecto a todo seguidor de Jesús. Aquel corazón nuevo debe ser desarrollado en nosotros para así poder reflejar plenamente la imagen de nuestro Hacedor.  

Se oye el viento entre las ramas de los árboles, por el susurro que produce en las hojas y las flores; sin embargo es invisible, y nadie sabe de dónde viene ni adonde va. O sea, cual es su origen primero, y destino final. Sin embargo, se siente, se oye, se percibe. Así sucede con la obra del Espíritu Santo en el corazón. Es tan inexplicable como los movimientos del viento. Puede ser que una persona no pueda decir exactamente la ocasión ni el lugar en que se produjo esta metamorfosis interior, ni pueda distinguir todas las circunstancias de aquel suceso, que a veces es gradual. Otros saben o sienten en que momento fue. Mediante un agente tan invisible como el viento, Cristo obra constantemente en el corazón. Poco a poco, tal vez inconscientemente para quien las recibe, se hacen impresiones que tienden a atraer el ser interior a Cristo. Dichas impresiones pueden ser recibidas meditando en él, leyendo las Escrituras, y sobre todo manteniendo una relación estrecha con nuestro Padre mediante la oración. Repentinamente, al presentar el Espíritu de Jehová un llamamiento más directo, el alma se entrega gozosamente a Jesús. Aparentemente puede ser esto repentino, sin embargo, es el resultado de una larga intercesión del Espíritu de Dios; es una obra paciente y larga, de la que percibimos solo una parte con nuestros sentidos.  

Aunque el viento mismo es invisible, produce efectos que se ven y se sienten. Así también la obra del Espíritu de Dios en el corazón se revelará en toda acción de quien haya sentido su poder salvador. Cuando el Espíritu de Jehová se posesiona del corazón, transforma la vida. Los pensamientos pecaminosos son puestos a un lado, las malas acciones son abandonadas; el amor, la humildad y la paz, reemplazan a la ira, la envidia y las contentaciones propias. La alegría reemplaza a la tristeza, y el rostro refleja la luz del cielo. Nadie ve la mano que alza la carga, ni contempla la luz que desciende de los atrios celestiales. La bendición viene cuando por la fe el alma se entrega a Dios. Entonces ese poder que ningún ojo humano puede ver, crea un nuevo ser a la imagen de Dios. No obstante, siempre habrán luchas y pruebas debido a nuestra imperfección, pero veremos la vida de otra manera. Saldremos adelante, y nuestra vida cambiará para siempre.